Érase una vez un hombre que no sabía explicar lo que pasaba a su alrededor. Y ese hombre pensó y pensó. Y ese hombre inventó a Dios. Y con Dios le dio un sentido a su vida. Y mucha gente aceptó a Dios como a algo por lo que vivir. Años después, otro hombre se preguntó si Dios existía, se preguntó porque entregar la vida a un ser que no sabíamos que existía. Mataron a ese hombre. Después de éste, hubo otro que se planteó las mismas preguntas. Pero este hombre calló, nunca preguntó y nunca expresó lo que sentía. Y ese hombre también murió, pero de viejo y de infeliz a causa de sus remordimientos. Y así fue pasando la idea durante muchos años. Mujeres, niños y hombres tuvieron los mismos pensamientos y o se callaron, o hablaron para morir.
Hasta que un día un sabio también se preguntó lo mismo, y quiso encontrarle otro sentido a la poca vida que le quedaba, pues había llegado a la conclusión de que Dios no existía, como muchos otros. Pero evidentemente el sabio calló y pensó en como darle un nuevo sentido a la vida.
Tras mucho cavilar de sus labios surgió una frase bonita, una frase hermosa, armoniosa, de esas que uno las lee y dice: ¡He encontrado mi sentido de la vida! El sabio murió siguiendo la idea que encerraba esa frase, no se dio cuenta que la frase bonita era un envoltorio vacío, que era venenoso. Centenares de personas, dejaron de entregar su vida a Dios, para entregarla a una frase hermosa. Todos los días del año se levantaban adorándola inconscientemente.
Y empezaron a surgir más frases bonitas, y más frases bonitas. Y mucha gente las creyó, vivió por los espejismos que son las frases, y no por el simple hecho de vivir.